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𝗟𝗮 𝗱𝗶𝗻𝗮𝘀𝘁í𝗮 𝗱𝗲 𝗹𝗼𝘀 𝗯𝘂𝗿ó𝗰𝗿𝗮𝘁𝗮𝘀.

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Por Edgar Espinoza.

Con la misma mano con que don Pepe abolía el ejército de militares en 1948, encendía a la vez la mecha de otro, pero de burócratas.

Tan repudiable el que se iba como el que llegaba.

Porque hoy, tras el pasamontaña de la institucionalidad, el nuevo ataca, saquea y tiraniza al país.

Cayendo en los mismos pecados contra los que una vez lanzó su grito de guerra.

El que, seducido por las mieles del poder, el negocio fácil y los falsos brillos, se coludió con la oposición para dar a luz un engendro aún peor: el ejército bipartidista.

Alucinados por el triunfo de la revolución, don Pepe y sus ideólogos ya habían empezado a «tirar el país por la ventana» sin tener aún el cacao para ese chocolate.

Debe de haberles atacado bien feo la fiebre del «hubris», ese trastorno o patología propia de los políticos que aspiran u ostentan el poder.

Con la fábula del Estado Benefactor y el abracadabra de su varita mágica, creaban instituciones como chapas o tachuelas, comprometiendo sensiblemente el gasto

público, sus presupuestos y la economía toda.

Era su manera solapada, calculadora y demagógica de iniciar una tiranía que, bajo el tenue velo de la democracia, desde entonces amasaban y se saboreaban por cuenta nuestra.

Su estrategia fue siempre de dimensiones ciclópeas: sembrar el Estado de tantos ministerios como instituciones y oficinas públicas les fuera posible.

Para, sobre la marcha y al mismo ritmo, sobrepoblarlas de tantos burócratas como también les fuera posible.

Y de sindicatos que se multiplicaban en manada aprovechando el rio revuelto del triunfalismo reformista posrevolución.

Con demandas draconianas para taparse en privilegios, trabajar menos o nada y atrincherarse en convenciones colectivas consagradas a la vagancia, la ineptitud y las piñatas con nuestros recursos.

Todo pulcramente concebido para que, con el paso del tiempo, la adiposidad estatal acumulada se convirtiera en el mayor blindaje político y electoral contra cualquier enemigo que osara profanar sus míticos búnkeres.

Tal cual lo estamos viviendo y sufriendo hoy, como país, en carne viva.

Las ínfulas populistas de ese liberacionismo incipiente fueron tales que, a menos de un lustro de su revolución, el Estado resentía ya la sobrecarga de su burocracia infinita.

Un ejemplo lo ilustra la vez que don Pepe, no bien asumir el poder como presidente en 1953, decreta un aguinaldo exclusivo, tipo VIP, para el personal del Poder Ejecutivo.

¿Qué creen que pasó con la desaforada burocracia que crecía como «cabeza de agua» en medio del sinuoso rio de nuestro porvenir?

La prueba más patética de que el bicho se estaba volviendo incontrolable hasta para sus propios amos sobrevino, paradójicamente, durante la última administración del propio don Pepe (1970-1974).

Primero, cuando al no tener el Estado recursos para pagar el aguinaldo del sector público, un amigo suyo muy especial, el fugitivo Robert Vesco, perseguido por la justicia estadounidense, le lanza una tabla de náufrago en plena tormenta.

Nunca habíamos tenido un Papa Noel tan fitness, exquisito y estilizado con jet propio, mansiones, fincas, un séquito de aduladores y otro del FBI persiguiéndolo.

Y, luego, durante la huelga médica de la CCSS en 1971 cuando los sindicatos exigían un divino aumento del 80 por ciento del salario sin importarles un pito la salud ni la vida de los asegurados. ¿Les ha importado alguna vez?

De entonces acá, la pléyade celestial de la dictadura política en burocracia se volvió inmanejable hasta para ellos mismos.

Supremos poderes, ministerios, instituciones autónomas, instituciones semiautónomas, gobiernos locales, empresas públicas estatales, empresas públicas no estatales, entes públicos no estatales…

Unas 330 instituciones ocupadas por

309 208 funcionarios públicos con sus generales y comandantes manoseando, adaptando e interpretando la constitución y las leyes a su exclusivo servicio, antojo y conveniencia.

Metiéndoles hoy por aquí, y mañana por allá, cláusulas, versículos, salmos y enmiendas a su medida con la obvia intención de violarlas y quedar ellos impunes.

Como lo han hecho siempre librándose de castigos, sanciones y hasta penas de cárcel gracias a ese regimiento de presidentes, magistrados, diputados, jueces, fiscales, contraloras y académicos al servicio de su burocracia criminal.

Burocracia «clase premium» con personalidad jurídica plena e independencia administrativa, organización interna propia y administración de sus propios recursos humanos y presupuestarios.

Con instituciones que se dicen consagradas a fiscalizar, supervisar, armonizar y velar por la transparencia del sistema financiero, pero sospechosamente ineficaces ante las estafas monstruosas contra el inversionista y el pequeño ahorrante.

Tan monstruosas como los salarios que se recetan sus jerarcas por ocupar cargos públicos rosa, y tan monstruosas como el tiempo que se toma nuestra inservible Corte Suprema de Justicia en resolver los casos.

Y, para ponerle el perejil al zambrote, ninguno de ellos, salvo el presidente de la república, es elegido por el ciudadano, ni siquiera los diputados, que son escogidos a dedo por sus partidos o candidatos.

Con todos ellos, por supuesto, felices y contentos de ese ciudadano de a pie apacible, bonachón y domesticado que les paga el banquete a costos que superan hoy los que pagan países del mismísimo club mundial de ricos.

Solo en 2023 le pagamos a esa PLUSPACRACIA la friolera de ₡2.7 billones.

Con las universidades públicas siendo parte crucial de ese «agujero negro» de los dineros del Soberano para su baño de privilegios y, de paso, para el cultivo de los burócratas que a futuro harán del todo inexpugnable la actual dinastía.

De nuevo: la gran oportunidad del pueblo de a pie de cambiar todo esto para su bienestar está, todavía, en sus manos.

Digo «todavía» porque lo último que le falta a esta dinastía de los burócratas es hundir su mano negra dentro de las urnas de votación.

Ante este peligro, el elector parece cada vez más consciente de que solo votando en febrero de 2026 por un presidente afín a este cambio, y por una gran mayoría legislativa que lo apoye, es posible acabar con la Costa Rica ultrajada por el actual ejército de burócratas.

A lo largo de su historia, Costa Rica ha sido víctima de tres dinastías: la de los conquistadores (1502-1821), la de los cafetaleros (1844-1948) y la de los burócratas (1949- ¿? ¿?).

¿No creen que sea hora ya, y por fin, de la dinastía de los «nadie»?

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